Pues sí, esta publicación se está escribiendo en un avión, desvariando el contenido que luego tendrá mejor forma, pero que ahora comienza con unas notas en pleno vuelo hacia un nuevo destino: Noruega. Viajamos desde Tenerife directos hacia la capital del país, Oslo, en un vuelo directo de 5 horas y media con la compañía Norwegian, a bordo de un cómodo Boeing 737-800.
He querido escribir desde aquí porque el avión es un lugar en el que me gusta estar, viendo el mundo desde lejos, pequeño y a cámara lenta. Por un lado, es fascinante que a más de 900 kilómetros por hora todo parece muy lento por ahí abajo, mientras que viajar en avión me recuerda a uno de mis libros favoritos de niño: el atlas (con permiso de Julio Verne). Viajar en avión es como recorrer sin prisas las páginas de un gran atlas en movimiento, deteniéndome en accidentes geográficos interesantes como las playas, los estrechos, los ríos y, sobre todo, las cordilleras.
Sin embargo, siendo adulto, durante otra vida profesional anterior viajé mucho por trabajo. Mis recuerdos de este período de tiempo son diferentes, dominados por el estrés de preparar el viaje la noche anterior, los madrugones a las cinco de la mañana, controles de seguridad, desayunos precarios a toda prisa, vuelo de las siete de la mañana, recogida del coche de alquiler, llegar por los pelos, aguantar a mis jefes, volver al aeropuerto a toda prisa para no perder el último vuelo y llegar a casa de noche para volver a estar en la oficina a primera hora del día siguiente. Por supuesto, algún día rompería con ese estilo de vida –más bien con ese estilo de trabajo– y lo hice.
De esa vida profesional anterior aprendí algo muy valioso. Por muy insoportable que fuera la dinámica del viaje, el trabajo y el cansancio acumulado, seguía disfrutando del privilegio de mirar por la ventanilla del avión, deteniéndome cada vez en nuevos detalles del paisaje igual que de niño escrutaba las páginas del atlas. Por un tiempo, el avión se convirtió en un refugio seguro para desconectar y reflexionar –sin interrupciones y sin alteraciones del mundo exterior– donde terminé comprendiendo algo muy valioso. Y es que todos los problemas de mi ajetreada vida profesional no importaban absolutamente nada en ese mundo tan inmenso que pasaba bajo mis pies, ni para nadie más que a mí mismo.
Ahora, algunos años después sigo volando –por supuesto por placer y por elección propia– cuando quiera, a donde quiera y a otro ritmo. No puedo evitar recordar aquella vida profesional con algo de gracia mientras sigo viendo pasar el mundo a cámara lenta.
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